De “Impostor” a Salvador y Señor

El tortuoso camino de una pareja judía a la cruz del Calvario

 

Publicado por LECSA, Buenos Aires, como Carlitos Coulson el tamborcito

 

Dr. Max Luis Rossvally   (1828?-1892)

- I -

Durante la guerra civil americana yo era cirujano en el ejército de los Estados Unidos. Después de la Batalla de Gettysburg* había cientos de soldados internados en el hospital, veintiocho de los cuales estaban tan gravemente que requerían atención cuanto antes. Había algunos cuyas piernas tenían que ser amputadas, otros sus brazos y otros una pierna y un brazo. Uno de los estos últimos era un muchacho que había estado sólo tres meses en el servicio y, siendo demasiado joven para ser soldado, se había alistado como tambor.

 

 

* La Batalla de Gettysburg, en Pennsylvania en 1863, fue la más sangrienta de la guerra civil norteamericana. Los muertos y heridos superaron los  51.000.

Cuando mi cirujano asistente y uno de los ayudantes quisieron administrarle cloroformo antes de la amputación, volvió la cabeza y resueltamente rehusó recibirlo. Cuando el ayudante le dijo que eran órdenes del médico, contestó: “Haga venir al médico, entonces”.

Llegando yo al lado de su cama, le dije: “Joven, ¿por qué rehúsas el cloroformo? Cuando te encontré en el campo de batalla, estabas tan extenuado que pensé que no valía la pena recogerte, pero cuando abriste esos ojos azules, pensé también que tendrías una madre en alguna parte que debía en aquel momento estar pensando en su hijo. No quise que murieras en el campo, por lo cual mandé que fueras traído aquí. Pero has perdido tanta sangre que estás demasiado débil para resistir una operación sin cloroformo. Harías mejor en permitirme dártelo”.

Él colocó la mano sobre la mía y mirándome de frente dijo: “Señor doctor, un domingo en la escuela dominical, cuando tenía nueve años y medio, acepté al Señor Jesús como mi Salvador. Aprendí entonces a confiar en Él, y lo he hecho desde ese entonces. Sé que puedo confiar en Él ahora. Es mi fortaleza y mi apoyo, y me sostendrá mientras usted me ampute el brazo y la pierna”.

Le pregunté si me permitiría darle un poco de coñac. Otra vez me miró fijamente, y dijo: “Cuando yo tenía como cinco años, Mamá se arrodilló al lado de la cama y con el brazo sobre mi hombro dijo: ‘Carlitos, estoy orando ahora al Señor Jesús para que nunca conozcas el gusto de bebidas intoxicantes. Tu querido papá era un bebedor consumado y el vicio lo llevó a la tumba; y yo le prometí a Dios que, si era su voluntad que tú crecieras, tú advertirías a los jóvenes en cuanto al licor’. Tengo ahora diecisiete años y nunca he probado nada más fuerte que té o café, y como tengo que ir con toda probabilidad ir a la presencia de mi Dios, ¿querría usted enviarme allí oliendo a coñac?”

La mirada que aquel joven me dio, jamás podré olvidarla. En aquel entonces yo odiaba a Jesús, pero respetaba la fidelidad de aquel para con su Salvador. Cuando vi como le amaba y confiaba en Él hasta  lo último, sentí algo que tocó mi corazón, induciéndome a hacer por ese muchacho lo que nunca había hecho por ningún otro soldado.

Le pregunté si quería ver a su capellán.

“¡Oh, sí, señor!” fue la respuesta.

Cuando llegó el capellán, él conoció en el acto al paciente por haberlo encontrado a menudo en las reuniones de oración que se celebraban en una carpa. Tomando su mano, dijo: “Bueno, Carlitos, siento mucho verte en esta triste condición”.

“¡Oh! yo estoy bien, señor. El doctor me ofreció cloroformo, pero lo rehusé; entonces quiso darme coñac, lo que también rechacé; y ahora, si mi Salvador me llama, estoy listo y puedo ir a Él en mi juicio cabal”.

“Puede que no mueras, Carlitos”, dijo el capellán, “pero si el Señor te llamara, ¿hay algo que yo pueda hacer por ti después que hayas partido?”

“Capellán, por favor, ponga la mano debajo de mi almohada. En mi Biblia encontrará la dirección de mi madre. Envíesela, y escriba una carta diciéndole que desde que dejé el hogar no he dejado de pasar un día sin haber leído en la Palabra de Dios, y que cada día oro por ella, sin importarme estar si estoy en la marcha, en una batalla o en el hospital”.

“¿Hay algo más, hijito?”

“Sí, sírvase escribir al superintendente de la escuela dominical en Calle Sands, en Brooklyn, y dígale que sus palabras tan bondadosas, sus oraciones y sus consejos, nunca los he olvidado. Que Dios bendiga a ese querido anciano. Es todo”.

Volviéndose a mí, dijo: “Ahora, doctor, estoy listo, y le prometo que no haré ni un gemido, siempre que no me ofrezca el cloroformo”.

Lo prometí, pero no tuve el valor de tomar el cuchillo para realizar la cirugía sin antes pasar a la pieza de al lado y tomar un pequeño estimulante para fortalecerme a cumplir con mi deber. Mientras cortaba sus miembros, Carlos Coulson no se quejó, pero cuando tomé la sierra para separar el hueso, él tomó en su boca la punta de la almohada, y todo lo que pude oírle proferir fue: “¡Oh, Jesús, bendito Jesús, sé conmigo ahora!” Cumplió su promesa; resistió sin quejarse.

Aquella noche no pude dormir, porque a cualquier lado que me volviese, veía aquellos suaves ojos y cuando cerraba los míos sonaba en los oídos, ‘Bendito Jesús, sé conmigo ahora’. Entre las 12:00 y la 1:00 me levanté y fui al hospital, algo que jamás había hecho sin ser llamado a una emergencia. Era mi deber ver a aquel joven, de manera que dejé a un lado mi costumbre.

Fui informado por el cuidador nocturno que dieciséis de los desahuciados habían fallecido y sus cadáveres estaban ya en la morgue.

“¿Cómo está Carlos Coulson? ¿Está entre los muertos?” pregunté.

“No, señor”, respondió el ayudante. “Está durmiendo como un niño”.

Una de las enfermeras me informó que cerca de las 9:00 dos señores vinieron al hospital a leer la Biblia y cantar. Llegaron acompañados por el capellán de quien he hablado. Carlitos les acompañó en el canto de: “Cariñoso Salvador, huyo de la tempestad…”

“No puedo comprender”, añadió ella, “cómo podía cantar aquel muchacho que había sufrido tan atrozmente”.

Cinco días más tarde él mandó por mí y aquel día fue cuando oí el primer mensaje del evangelio.

“Doctor, mi hora ha llegado; no espero ver otro amanecer. Gracias a Dios, estoy listo, y antes de partir deseo agradecerle de todo corazón lo que hizo por mí. Usted es judío, usted no cree en Jesús. ¿Quiere, por favor, permanecer aquí y verme morir, confiando en mi Salvador hasta mi último momento?”

Traté de contenerme, pero no pude porque no tenía valor de resistir y ver a un mozo cristiano morir regocijándose en el amor de aquel Jesús a quien yo había aprendido a odiar. Así es que, precipitadamente, abandoné la sala.

Unos veinte minutos más tarde un ayudante me encontró en la oficina, cubierto el rostro por las manos. “Doctor, el joven Coulson desea verlo otra vez”, avisó.

“Acabo de verlo, y no puedo ir de nuevo”.

“Pero dice que debe verlo una vez más antes de partir”.

Decidí ir, decirle una palabra cariñosa y dejarlo morir, pero que ninguna palabra suya iba a influenciarme en lo más mínimo en cuanto a lo que a su Jesús concerniera. Cuando entré, vi que estaba muy extenuado, por lo que me senté a la cabecera. Pidiéndome que le tomara la mano, dijo: “Doctor, lo amo a usted porque es judío. El mejor amigo que encontré ahora era un judío”.

“¿Quién?” pregunté.

“Jesucristo, a quien quiero presentarle a usted. ¿Promete que no se olvidará de lo que le voy a decir?”

Se lo prometí, así que él prosiguió. “Hace cinco días, mientras usted me amputaba el brazo, yo oraba al Señor Jesucristo para que salvara su alma”.

Estas palabras cayeron en lo más profundo de mi corazón. No podía comprender cómo, cuando le causaba el más intenso de los dolores, pudiera olvidarse así de sí mismo, para no pensar más en que en su Salvador y en mi condición de inconverso.

Todo lo que pude decir fue: “Bueno, mi querido hijo, muy pronto estarás bien”.

Con estas palabras lo dejé, y dentro de doce minutos después él dormía para siempre: “Salvo en los brazos de Jesús”.

Centenares de soldados fallecieron en ese hospital durante la guerra, pero a tan sólo uno acompañé hasta su entierro. Fue a Carlos Coulson, el tamborcito, y fui de a caballo tres millas para verlo sepultar. Lo hice vestir un uniforme nuevo y lo coloqué en un ataúd de oficial.

Las últimas palabras de aquel joven me impresionaron en lo más profundo. Yo estaba bien acomodado en aquel tiempo en lo que al dinero se refiere, pero habría dado hasta el último penique si hubiera sentido hacia Cristo algo de lo que Carlos sentía, pero ese sentimiento no se puede adquirir con dinero.

 

Un tambor típico de la época

 

Por varios meses no podía librarme de las palabras suyas. Resonaban en mis oídos, pero estando en la compañía de oficiales mundanos, poco a poco yo iba olvidando el sermón que Carlitos me predicó en la hora de su partida. Con todo, no podía olvidar su admirable paciencia bajo agudos sufrimientos y su fe sencilla en aquel Jesús, cuyo nombre era para mí, en aquel tiempo, un refrán y un oprobio.

- II -

 

Por diez largos años batallé contra Cristo con todo el odio de un judío ortodoxo, hasta que Dios, en su misericordia, me hizo entrar en contacto con un barbero cristiano, de quien se sirvió para que fuese un segundo instrumento en mi conversión a Dios.

Finalizada “la guerra entre los estados”, fui nombrado como inspector de hospitales y a cargo del hospital militar en Galveston, Texas.

Regresando un día a Washington de mi gira de inspección, me detuve a descansar unas pocas horas en Nueva York. Bajé al salón de peluquería (un servicio anexo a los hoteles de cierto rango en aquel país) y me sorprendí al ver colocados dieciséis textos bíblicos en diversos colores, montados en marcos de buen gusto.

Sentándome, vi directamente en frente en la muralla, en su marco, un letrero que decía: Se ruega no tomar el nombre de Dios en vano. 

No bien hubo comenzado el peluquero a jabonarme la cara, comenzó a conversar de Jesús. Hablaba en forma tan atrayente y amena que logró disipar mis prejuicios y escuché con creciente atención lo que decía. Todo el tiempo que él estaba hablando, Carlitos Coulson vino surgiendo en mi mente, a pesar de que había muerto diez años atrás.

Yo estaba tan complacido de las palabras y del proceder del barbero que, tan pronto que me hubo afeitado, le dije que continuara cortándome el pelo, a pesar de no haber tenido semejante intención a mi llegada. Mientras lo hacía, siguió hablándome con insistencia, diciendo que no obstante no haber nacido judío, él había estado tan alejado de Cristo como yo lo estaba entonces.

Le escuchaba atentamente, aumentando mi interés con cada palabra que decía, a tal extremo que cuando terminó de cortarme el pelo, le dije: “Barbero, ¿podría ahora darme un shampoo?” 

En efecto, le permití hacerme cuanto se podía, dentro de su profesión, para un caballero en una visita. Como todo tiene su fin, y siendo mi tiempo escaso, me preparé para irme. Cancelé la cuenta, agradecí al peluquero sus exhortaciones y le dije: “Debo tomar el próximo tren”.

Él, sin embrago, no estaba satisfecho todavía. Era un crudísimo día de febrero, y la escarcha en el pavimento hacía un tanto peligroso andar por las calles. Había solamente dos minutos de caminata desde el hotel hasta la estación, y el amable peluquero ofreció en el acto hacer el trayecto conmigo. Acepté gustosamente su oferta y pronto llegamos a la calle, tomándome él del brazo.

Cuando llegamos a la estación, me dijo: “Amigo, quizás usted no comprenda por qué he escogido, para nuestra conversación, un tema tan querido para mí. Cuando entró en mi salón, vi por su cara que usted era judío”.

Él continuaba hablándome de “su querido Salvador” y dijo que lo consideraba un deber, siempre que estaba en contacto con un judío, tratar de presentarle a Uno, a quien él reconocía como su mejor Amigo, tanto para esta vida como para la venidera. Al mirarle por segunda vez el rostro, vi que las lágrimas se deslizaban por sus mejillas, y evidentemente él estaba profundamente emocionado. No podía yo entender cómo este hombre, completamente desconocido para mí, podía tomarse semejante interés por mi bienestar y derramar lágrimas de emoción mientras me hablaba.

Le extendí la mano para despedirme. Dijo él: “Señor, si para usted es una satisfacción saberlo, si quiere darme su tarjeta o su nombre, le prometo por el honor de un cristiano, que durante los próximos tres meses no me acostaré de noche sin haber mencionado su nombre en oración. Y ahora, quiera mi Salvador seguirlo, inquietarlo y no darle paz, hasta que encuentre en Él lo que yo he encontrado, un precioso Salvador y el Mesías que usted está buscando”.

Le agradecí su atención y consideraciones, y después de entregarle mi tarjeta, dije (temo que con tono burlesco): “No hay mucho riesgo de que yo jamás me haga cristiano”.

 Él entonces me pasó su tarjeta, diciéndome al mismo tiempo: “¿Querrá hacerme el favor de mandarme una notita, haciéndome saber, si Dios contestara mis oraciones a su favor?”

“Con el mayor gusto”, respondí, sonriéndome con incredulidad, no imaginándome nunca que, dentro de las próximas cuarenta y ocho horas, Dios en su misericordia contestaría las súplicas de aquel peluquero. Estreché cordialmente su mano, y le dije: “Adiós”.

A pesar de mi indiferente apariencia exterior, sentí que me había hecho una profunda impresión aquel ofrecimiento, como lo demostrarían los acontecimientos.

Como la temperatura era muy fría, los pasajeros en este tren no eran numerosos; el coche donde entré no tenía más de la mitad de los asientos ocupados e, inconscientemente, en menos de diez o quince minutos yo me había sentado en cada uno de los asientos desocupados del coche.

Los pasajeros comenzaron a observarme con sospechas cuando me vieron cambiar de asiento tan frecuentemente en tan corto tiempo, sin ninguna causa aparente. Por mi parte, no pensaba en esos momentos que el mal estaba en mi corazón, aunque no podía dar razón de mis inquietos movimientos. Por último, fui a un asiento vacío en el extremo del coche con la firme intención de dormir.

En el momento de cerrar los ojos me sentí, sin embargo, como entre dos fuegos. Por un lado estaba el peluquero cristiano de Nueva York, y por el otro el tamborcito de Gettysburg, ambos hablándome de aquel Jesús cuyo nombre mismo yo odiaba. Consideré imposible, o dormir o librarme de la impresión hecha en mi mente por aquellos dos fieles cristianos, de uno de los cuales me había despedido hacía sólo una hora, mientras que el otro estaba muerto ya cerca de diez años; y así continué atribulado y perplejo, mientras estuve en el tren.

- III -

 

Llegando a Washington compré un diario matutino y una de las primeras cosas que me llamó la atención fue el aviso de un servicio de evangelización en la iglesia más grande de la ciudad. Tan pronto había visto aquel anuncio, parecía que una voz me decía, ‘Anda a esa iglesia’. Nunca había entrado en una iglesia cristiana durante el culto, y en cualquier otro tiempo habría rechazado semejante pensamiento como de Satanás. Cuando yo era niño, el deseo de mi padre era que yo llegara a ser rabí, y así le prometí que nunca entraría en un lugar donde “Jesús, el Impostor” fuera venerado como Dios, y que nunca pretendería leer un libro que mencionase ese nombre. Hasta el momento había cumplido fielmente.

En relación con las reuniones evangelísticas mencionadas, había sido anunciado que habría un conjunto de coros de las diferentes iglesias de la ciudad, que cantarían en cada uno de los servicios. Siendo yo un ferviente admirador de la música, esto atrajo mi atención, y lo hice mi excusa para pretender visitar la iglesia durante el servicio esa noche.

Cuando entré al edificio, que estaba lleno de creyentes, uno de los porteros, atraído por las doradas charreteras (porque no había cambiado mi uniforme) me condujo a un asiento de adelante, frente al predicador, quien era un evangelista muy conocido en Inglaterra y en América. Estuve encantado con los himnos, pero el evangelista no había hablado cinco minutos antes que yo llegara a la conclusión de que alguien le había informado de quién era yo, pues parecía que me señalaba con el dedo. Me estuvo observando, y de vez en cuando creí que estaba agitando su puño hacia mí. A pesar de todo esto, me sentí profundamente interesado en todo lo que decía.

Pero no fue esto todo, porque lo que todavía estaba sonando en mis oídos eran las palabras de los dos predicadores anteriores el barbero neoyorquino y el tamborcito de Gettysburg y en mi mente veía a aquellos amigos repitiendo sus mensajes y confirmando las expresiones del evangelista. Interesándome más y más en las palabras del predicador, sentí que lágrimas se deslizaban por mis mejillas. Esto me alarmó y comencé a sentirme avergonzado de que yo, un judío ortodoxo, fuera tan infantil como para derramar lágrimas en una iglesia cristiana, siendo éstas las primeras que había derramado en un sitio semejante.

Omití decir que durante la reunión y mientras el predicador me observaba, se me ocurrió que posiblemente él estaría apuntando con el dedo a alguna persona que hubiera detrás de mí. Me volví hacia atrás para descubrir quién sería, ¡y cuál no sería mi sorpresa cuando me pareció que una congregación de más de dos mil personas, compuesta de todas las clases sociales, me estaba mirando! En el acto comprendí que yo era el único judío en el recinto y sinceramente deseé encontrarme fuera de allí, porque me sentí como en un mal ambiente.

Siendo yo bien conocido en Washington, tanto por judíos como por gentiles, cruzó como un relámpago por mi mente el pensamiento de cómo se leería en todos los diarios de la ciudad: “El doctor Rossvally, un judío, se encontraba presente en un culto evangélico que distaba solamente cinco minutos de la sinagoga a la que asiste comúnmente  y se le vio derramar lágrimas durante el sermón”.

No deseando llamar la atención, porque descubrí caras conocidas, me propuse no sacar el pañuelo para enjugar las lágrimas; se secarían solas. Pero, ¡bendito sea Dios! no podía retenerlas, y fluían cada vez más.

Después de un rato, el predicador terminó de hablar, y me sorprendió oírle anunciar una nueva reunión, e invitación a todo el que quisiera quedarse. No acepté la invitación, pues estaba demasiado complacido de dejar la iglesia. Con esa intención me levanté de mi asiento, y había alcanzado ya la puerta, cuando sentí que alguien me sujetaba por la punta de la chaqueta. Al volverme vi a una señora de avanzada edad y buen aspecto, que resultó ser muy conocida en Washington por sus actividades cristianas.

Dirigiéndose a mí, dijo: “Perdóneme, señor; veo que usted es oficial del ejército. Le he estado observando toda esta tarde y solicito de usted no abandonar esta casa, porque usted está bajo la convicción de pecado. Creo que ha llegado aquí en busca del Salvador y aún no lo ha encontrado. Vuelva; me gustaría conversar con usted, y si me permite, oraré por usted”.

“Señora”, respondí, “soy judío”.

“Me tiene sin cuidado que sea judío”, contestó, “Jesucristo murió tanto por judíos como por gentiles”.

El tono persuasivo en que fueron dichas estas palabras, no dejaron de causar su efecto. La seguí, volviendo al mismo sitio de donde acababa de retirarme tan precipitadamente, y cuando llegamos, ella dijo: “Si quiere arrodillarse, yo oraré por usted”.

“Señora, esto es algo que nunca he hecho y que nunca podré hacer; porque los judíos ortodoxos jamás se arrodillan en oración a excepción de dos veces al año, en la Fiesta de las Trompetas y en el Día de Expiación, y aun entonces no es arrodillándose como lo hacen los cristianos, sino postrados en el suelo”.

La señora me miró con calma, y dijo: “Querido amigo, yo he encontrado un Salvador tan amante y misericordioso en el Señor Jesucristo, que creo firmemente en mi corazón que Él puede convertir a un judío aun estando de pie, y por lo tanto yo me arrodillaré y oraré por usted”.

Uniendo la acción a la palabra, se arrodilló y comenzó a orar, hablando a su Salvador con tal sencillez de corazón que me acobardé completamente. Me sentí avergonzado de mí mismo, viendo a esa querida señora arrodillada y orando tan fervorosamente por mí, que me mantenía de pie. Toda mi vida pasada surgió tan vivamente en mi memoria que deseé de todo corazón que el suelo se abriera y que yo desapareciera de la vista.

Cuando se incorporó, me extendió su mano y con simpatía me dijo: “¿Quiere usted orar a Jesús esta noche antes de recogerse?”

“Señora”, respondí, “oraré a mi Dios, el Dios de Abraham, Isaac y Jacob, pero no a Jesús”.

“Vaya”, dijo ella, “su Dios de Abraham, Isaac y Jacob es mi Cristo y mi Mesías”.

“Buenas noches, señora, y gracias por su amabilidad”, dije al abandonar la iglesia.

- IV -

 

En el trayecto a casa, reflexionando sobre mis recientes experiencias tan extrañas, comencé a razonar conmigo mismo: “¿Por qué estos cristianos toman semejante interés por judíos y gentiles completamente extraños a ellos? ¿Puede ser posible que todos estos millones de hombres y mujeres, que durante los últimos mil ochocientos años han vivido y muerto confiando en Cristo, estén engañados y que un reducido número de judíos esparcidos por el mundo tengan la razón? ¿Por qué había de pensar aquel tamborcito solamente en lo que él se complacía en llamar mi alma inconversa? ¿Y por qué también ese interés en mí? ¿Por qué el predicador esta noche había de fijarse en mí, apuntándome con el dedo, y esa querida señora había de seguirme hasta la puerta y hacerme regresar? Todo esto debe ser por el amor que ellos sienten por su Jesús, que yo desprecio tanto”.

Mientras más pensaba en esto, peor me sentía. Por otra parte discurría: “¿Es posible que mis padres, amándome tan tiernamente, me enseñaran algo falso?” En mi niñez me enseñaron a odiar a Jesús, y que había un solo Dios, y que ese Dios no tenía Hijo.

Ahora sentí nacer el deseo en mi corazón de conocer a aquel Jesús a quien los cristianos tanto amaban y veneraban. Comencé a andar más rápido, enteramente decidido que, si había alguna realidad en la religión de Jesucristo, yo sabría algo de eso antes de dormir.

Cuando llegué a casa, mi esposa que era judía ortodoxa muy estricta creyó verme algo excitado y preguntó dónde yo había estado. No me atreví a decirle la verdad, y no le diría una mentira; así que dije: “Te ruego no hacerme ninguna pregunta; tengo un asunto importante que atender. Deseo estar solo en mi estudio privado”.

Me dirigí allí en el acto, cerré la puerta con llave y comencé a orar de pie, mirando hacia el oriente, como siempre había hecho. Mientras más oraba, peor me sentía. Era incapaz de explicar el sentimiento que experimentaba. Estaba en gran incertidumbre en cuanto al significado de muchas profecías del Antiguo Testamento que me interesaban profundamente.

Mis oraciones no me dejaron satisfecho, y entonces se me ocurrió que si me arrodillase, tal vez sería engañado doblando la rodilla de ese modo a aquel Jesús, de quien se me habían enseñado era un impostor.

Aunque la noche estaba  terriblemente fría y no había calefacción en mi estudio (creyeron que no lo ocuparía esa noche), sin embargo, nunca transpiré tanto en mi vida como aquella noche. Mis filacterias* estaban colgadas allí en la pared y las observé. Nunca, desde que cumplí los trece años, había dejado de usarlas un día, excepto los sábados y las fiestas judías. Las amaba tiernamente.

* Las filacterias véase Mateo 23.5 son trozos o cintas de pergamino en las que están escritos pasajes de la ley de Moisés. Los fariseos las llevaban en la frente o en el antebrazo izquierdo, suponiendo que así cumplían con el precepto en Deuteronomio 6.8, 11.18. Se llegó a usarlas como una especie de amuleto.

Las tomé en mis manos y mientras las miraba, Génesis 49.10 cruzó mi mente: “No será quitado el cetro de Judá, ni el legislador de entre sus pies, hasta que venga Siloh; y a él se congregarán los pueblos”. También otros dos pasajes que yo había meditado a menudo, se presentaron vívidamente a mi memoria. El primero fue Miqueas 5.2: “Tú, Belén Efrata, pequeña para estar entre las familias de Judá, de ti me saldrá el que será Señor en Israel; y sus salidas son desde el principio, desde los días de la eternidad”. Y el otro, Isaías 7.14: “He aquí que la virgen concebirá, y dará a luz un hijo, y llamará su nombre Emanuel”.

Estas tres porciones bíblicas estaban impresas tan poderosamente en mi mente que grité: “¡Oh, Señor, Dios de Abraham, Isaac y Jacob! Tú sabes que soy sincero en estas cosas; si Jesucristo es el Hijo de Dios, revélamelo en esta noche y lo aceptaré como mi Mesías”. Apenas había terminado de decir esto cuando casi inconscientemente lancé mis filacterias a un rincón de la pieza y en menos tiempo  del que demoro en contarlo, me encontré arrodillado y orando. Arrojar las filacterias al suelo, como yo había hecho, era para un judío un acto de blasfemia, y yo estaba arrodillado para la oración por primera vez en mi vida, con mi mente muy agitada, dudando de la procedencia de semejante conducta.

Mi primera oración a Jesús nunca la olvidaré. Decía: “Oh Señor Jesucristo, Tú eres el Hijo de Dios. Si eres el Salvador del mundo, si eres el Mesías de los judíos, a quien nosotros los judíos todavía estamos esperando, y si puedes convertir pecadores, como dicen los cristianos, Tú puedes convertirme a mí, porque yo soy un pecador, y prometeré servirte todos los días de mi vida”.

Esta oración mía, sin embargo, no pasó más arriba de mi cabeza. La razón no está lejos de buscar. Yo había intentado hacer un contrato con Jesús; que si Él hacía lo que yo le pedía, a mi vez yo haría lo que le había prometido. Permanecí arrodillado por casi media hora, y mientras estaba así postrado, gruesas gotas de sudor surcaban mi rostro. También mi cabeza estaba acalorada y la afirmé contra la pared del estudio para refrescarla. Estaba en agonía, pero no estaba convertido.

Me levanté y anduve de uno a otro lado de mi pieza. Entonces me vino el pensamiento de que había ido demasiado lejos ya, e hice un voto que nunca me arrodillaría. Comencé a razonar conmigo mismo: “¿Por qué me arrodillaría? ¿No puede el Dios de Abraham, a quien yo he amado, servido y adorado todos los días de mi vida, hacer por mí lo que se dice que Cristo hace por los gentiles?” Yo miraba, por supuesto, desde el punto de vista de un judío, y seguí razonando: “¿Por qué ir yo al Hijo? ¿No es el Padre superior al Hijo?”

Mientras más razonaba, peor me sentía y más aumentaba mi confusión. En un rincón del cuarto yacían mis filacterias, las que todavía poseían sobre mí una influencia magnética. Instintivamente me volví hacia ellas e involuntariamente caí de rodillas otra vez, sin poder articular palabra. Mi corazón estaba adolorido, porque yo tenía el deseo bien sincero de conocer a Cristo, si Él era el Mesías.

Cambié de postura de cuando en cuando alternando, ya arrodillado ya paseándome, desde las 9:45 hasta la 1:55 de la madrugada. A esa hora la luz comenzó a penetrar en mi mente y comencé a sentir y a creer en mi alma que Jesucristo era verdaderamente el Mesías. Tan pronto como mi di cuenta de esto, por última vez aquella noche caí de rodillas, pero esta vez las dudas habían desaparecido y comencé a alabar a Dios, porque un gozo y alegría habían penetrado mi alma tal como jamás lo había experimentado antes.

 

Un judío ortodoxo coloca sus filacterias antes de orar

 

Yo había encontrado al verdadero Siloh, al Gobernador de Israel, a Emanuel, Dios con nosotros. Había creído el anuncio de Isaías concerniente al verdadero Mesías, Jesús, quien era “despreciado y rechazado por los hombres, Varón de dolores y experimentado en quebranto”, quien fue “herido por nuestras transgresiones, molido por nuestros pecados, el castigo de nuestra paz fue sobre Él, y por su llaga fuimos nosotros curados”, Isaías 53.5. Yo había mirado a Él, a quien ellos habían traspasado, y supe que estaba convertido y que Dios, por amor de Cristo, había perdonado mis pecados. Ahora comprendí que ni la circuncisión ni la incircuncisión valían algo, sino “la nueva criatura”, Gálatas 6.15.

- V -

 

Me incorporé, y en mi nuevo gozo pensé que mi querida esposa compartiría en el acto mi alegría, cuando le contase el gran cambio que había experimentado. Con este pensamiento presente, me lancé fuera del estudio y llegué al dormitorio (pues ella ya se había acostado). Echándole los brazos al cuello y besándola con frenesí, le dije: “Esposa mía, he encontrado al Mesías”.

Me miró indignada y, rechazándome, preguntó fríamente: “¿Has encontrado a quién?”

“A Jesucristo, mi Mesías y Salvador” fue mi inmediata respuesta.

No agregó ninguna otra palabra, pero en menos de quince minutos ella estaba vestida y había abandonado la casa, aunque ya eran las 2:00 de la madrugada y el frío era terrible. Cruzó la calle hacia la casa de sus padres quienes vivían en frente. No la seguí, pero caí de rodillas, implorando a mi recién descubierto Salvador que a mi esposa también le abriera los ojos, como a mí, y después me fui a dormir.

A la mañana siguiente, mi pobre esposa fue notificada por sus padres que si alguna vez volviera a llamarme esposo, sería desheredada, excomulgada y maldecida. Al mismo tiempo mandaron a buscar a mis chicos de parte de los abuelos, comunicándoles que nunca más deberían llamarme padre; porque yo, venerando a Jesús el “Impostor”, era tan malo como Él.

¡Oh, cuán inveterado el odio del corazón humano por el evangelio de Dios! Bien pudo el convertido “hebreo de los hebreos”, que escribió la Epístola a los Romanos, declarar que tanto judíos como gentiles estaban bajo el pecado; como está escrito: “No hay justo, ni aun uno... por cuanto todos pecaron y están destituidos de la gloria de Dios”, 3.9, 10.23.

Cinco días después de mi conversión, recibí órdenes del jefe del cuerpo médico en Washington, de partir al Occidente en negocios del gobierno. Traté por todos los medios a mi alcance de comunicarme personalmente con mi esposa, pero ella no quería verme ni escribirme. No obstante, me envió un recado por intermedio de un vecino, en el sentido de que mientras yo llamara a Jesucristo mi Salvador no podría llamarla mi esposa, porque no viviría conmigo. No esperaba recibir semejante recado de ella, porque la amaba, como a mis hijos, tiernamente, y fue por esta razón que dejé mi hogar aquella mañana con el corazón entristecido, para emprender aquel viaje de 1300 millas al lugar de mi servicio, sin haber podido ver ni a mi esposa ni a mis hijos.

Durante cincuenta y cuatro días mi esposa no quiso contestar ninguna de mis cartas, aunque le escribía diariamente, y con cada carta enviada yo oraba al Señor para que doblegara su corazón y para que leyera por lo menos una. Confiaba en que si ella leía solamente una de mis cartas (porque Cristo era el predicado, y el gozo que experimentaba en mi alma estaba demostrado en cada una de ellas), consideraría de nuevo lo que había dicho y hecho antes de abandonar el hogar.

Nunca en mi experiencia se cumplieron mejor las palabras de Cowper:

                                Dios mueve en forma misteriosa
                                sus maravillas a efectuar;
                                Él monta sobre las tempestades,
                                y planta sus huellas en el mar.

 

Fue por la desobediencia de mi hija que mi esposa llegó a convertirse. Mi hija era la menor de nuestros dos niños; corrientemente era considerada como la regalona del papá. Después de mi conversión a Cristo, la mantenía en continua agitación un sentimiento de respeto a su madre por un lado y de amor a su padre por el otro. En la quincuagésima tercera noche ella soñó que veía morir a su padre. El temor se apoderó de ella y resolvió que, pasara lo que pasara, no destruiría la próxima carta escrita por su padre.

A la mañana siguiente esperó al cartero en la puerta. Al recibir su correspondencia tomó la carta de su padre y rápidamente la metió en su pecho, subió a su habitación, echó llave y abrió la carta. Comenzó a leerla, y la leyó tres veces la antes de dejarla. Esta carta la dejó tan triste que cuando bajó para ir al lado de su madre, vio ésta que había estado llorando, y le preguntó sobre la causa de su pena.

“Mamá, si te lo digo, te ofenderás, pero si me prometes no afligirte, te lo contaré todo”.

“¿De qué se trata, mi hijita?” preguntó su madre.

Sacando mi carta del interior de su traje, contó a su madre su sueño de la noche anterior y agregó: “He abierto la carta de mi papá esta mañana, y no puedo ni quiero creer lo que dicen mis abuelitos o cualquiera otra persona, respecto a que mi papá sea un hombre malo, porque un hombre malo no podría escribir una carta como ésta a su esposa e hijos. Yo te suplico que leas esto, Mamá”, añadió mientras le extendía la carta.

Mi esposa tomó la carta llevándola hasta la pieza de al lado, guardándola en su escritorio bajo llave. Aquella tarde fue ella quien comenzó a leerla. Cuanto más leía, peor se sentía. Más tarde me contó que la había leído por quinta vez antes de dejarla. Después de la quinta lectura, la señora la volvió a guardar en su escritorio y regresó a la habitación que poco antes había dejado. Sus ojos estaban llenos de lágrimas y ahora le tocó el turno a la hija preguntarle: “Mamá, ¿por qué lloras?”

“Hija, mi corazón sufre. Quiero reposar en el diván”.

Así lo hizo. La doméstica preparó una taza de té, suponiendo que sería suficiente para aliviar el dolor del que ella se quejaba. Hay muchos casos, sin duda, en que una taza de té puede resultar beneficiosa, pero no trajo para mi pobre esposa ningún alivio.

Minutos más tarde la madre de ella atravesaba la calle hacia nuestra casa. Creyendo que mi señora estaba muy enferma, le aplicó diferentes remedios caseros, como hacen las madres. Tampoco éstos le reportaron ningún alivio, y a las 7:30 mi suegra llamó al médico, viniendo éste en el acto y recetando algo, pero su medicina resultó igualmente ineficaz para aliviar el estado de mi esposa.

Mi suegra estuvo en casa aquella noche hasta más o menos las 11:15. Posteriormente oí decir a mi señora que el deseo de su corazón era que su madre se retirara cuanto antes de su lado, porque había resuelto irrevocablemente caer de rodillas, así como yo antes lo había hecho, tan pronto su madre se hubiese alejado. Casi simultáneamente con su salida ella, echando llave a la puerta, se arrodilló junto a su cama, y en menos de dos minutos Cristo, el gran Médico, la encontró, la sanó y la salvó.

Tal como en el caso de su esposo, llegado el momento en que renunciase a todo esfuerzo humano, sabiduría terrenal y a las vanas tradiciones, rindiéndose en cuerpo, alma y espíritu a Dios, encontró al Espíritu Santo dispuesto a abrir sus ojos cegados para convertirla “de las tinieblas a la luz, y de la potestad de Satanás a Dios”, Hechos 26.18. En el momento en que ella miró al “Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”, pudo decir con Felipe de antaño: “Hemos hallado a Aquél de quien escribió Moisés en la ley, así como en los profetas:, a Jesús, el hijo de José, de Nazaret,”, y agregar con Natanael, “Rabí, Tú eres el Hijo de Dios; Tú eres el Rey de Israel”, Juan 1.29,45,49.

A la mañana siguiente recibí un telegrama del tenor siguiente: “Querido esposo: vuelve a casa cuanto antes. Creí que tú estabas en el error y yo en la verdad, pero he descubierto que tú estabas en la verdad y yo en el error. Tu Cristo es mi Mesías, tu Jesús es mi Salvador; anoche, a las 11:20 p.m., arrodillada yo por primera vez en mi vida, el Señor Jesús salvó mi alma”.

Después de leer el telegrama sentí, por el momento, como si no me importara nada el gobierno al que yo servía. Dejé mi trabajo sin terminar, tomé el primer tren expreso, y partí para Washington. Siendo mi casa en esa época bien conocida allí, especialmente entre los judíos (porque yo había cantado con frecuencia en la sinagoga), no deseaba causar sensación, así es que telegrafié a mi esposa para que no me esperara en la estación, porque tomaría un coche a mi arribo a la ciudad y llegaría tranquilamente a casa. Cuando llegué a mi casa, la encontré con la puerta abierta, aguardando mi llegada. Su cara resplandecía de gozo. Corrió a encontrarme apenas me bajé del coche, y me arrojó los brazos alrededor del cuello, besándome. Sus padres, que residían frente a nuestra casa, nos observaron desde la puerta, y cuando nos vieron estrechamente abrazados, comenzaron a maldecirnos.

Diez días después que mi señora aceptó al Señor Jesucristo como su Salvador, nuestra hija también estaba convertida. Ahora es esposa de un cristiano y colabora con su marido en la viña de Cristo. Mi hijo, por su parte, recibió promesa de sus abuelos maternos de que si jamás volvía a llamarme ‘padre’ y a mi esposa ‘madre’, le dejarían todos su bienes; promesa que él aceptó.

Un año y nueve meses después de su conversión, mi esposa falleció. El anhelo de su corazón, antes de su muerte, era de ver a su hijo, que residía a una distancia de siete minutos de nuestra casa. Envié por él una y otra vez, suplicándole venir a ver a su madre moribunda. Uno de los ministros de la ciudad, en compañía de su esposa, vio personalmente a mi hijo y trató de persuadirle conceder esta entrevista a su madre agónica, pero su única respuesta fue: “Maldita sea, ¡déjela morir! Ella no es mi madre”.

En la mañana del jueves, día del fallecimiento, mi esposa me pidió que enviara en busca de algunos miembros de la congregación a la que ella pertenecía, a fin de que la acompañaran en su última hora. A las 10:30 pidió a la esposa del pastor, que era muy querida amiga de ella, que tomara su mano izquierda y dejara que todas las señoras se tomaran de las manos sucesivamente con ella. Situándome al otro lado de la cama, tomé su mano derecha y los caballeros uniéndonos por las manos formamos, a pedido de mi señora, un círculo de más o menos treinta y ocho personas.

Entonces cantamos suavemente:

                        Cariñoso Salvador, huyo de la tempestad
                                a tu seno protector, fiándome de tu bondad.
                                Cúbreme, Jesús Señor, de las olas del turbión;
                                hasta el puerto, oh Redentor, guía Tú mi embarcación.

                                Cristo, Salvador, en ti sólo puedo yo confiar.
                                ¡Oh! protégeme a mí en el turbulento mar,
                                hasta que la tempestad de la vida terrenal
                                cese con tranquilidad en el puerto celestial.

 

Ella, con voz clara, aunque débil, dijo: “Sí, es todo cuanto yo necesito; es todo cuanto yo tengo. Ven, Señor, llévame a tu presencia”.

Y así durmió.

Desde su infancia ella había sido enseñada a odiar el nombre de Jesús, pero, por gracia, aprendió a apreciar aquel “Nombre que es sobre todo otro nombre” como Aquel que tan recientemente había salvado su preciosa alma, y que la había hecho y conservado feliz durante los últimos meses de prueba, y que en nuestra presencia había hecho triunfante su traslado de este mundo de pecado y sufrimiento a la mansión eterna, preparada para Abraham, Isaac y Jacob y para todos los redimidos, sean judíos o gentiles.

- VI -

 

Escribí a mi madre, que residía en Alemania, inmediatamente después de mi conversión, refiriéndome a cómo había encontrado al verdadero Mesías. No podía dejar de participarle las buenas nuevas, y en mi corazón pensé que, siendo el mayor de sus catorce hijos, me creería. Verdaderamente puedo decirlo, que el primer impulso de mi corazón, después de mi conversión, fue que todos mis amigos, tanto judíos como gentiles, compartieran conmigo mi nuevo gozo. Sentí tal como el salmista, cuando escribe: “Venid, oíd todos los que teméis a Dios, y contaré lo que ha hecho a mi alma”, Salmo 66.16.

Esta esperanza, en lo que se refería a mi madre, se transformó en un amargo desengaño para mí, porque me escribió solamente una carta (si una maldición puede llamarse carta), después de un prolongado silencio que había despertado dentro de mí la sospecha de que, si ella al fin escribiera, sería para enviarme su maldición, que cada judío debe esperar de sus más cercanas relaciones cuando abraza el cristianismo.

Esta sospecha se confirmó plenamente, después de un lapso de cinco meses y medio, tiempo durante el cual estaba en suspenso, porque antes de mi conversión mi madre me escribía una vez al mes.

Una mañana, cuando el cartero trajo mi correspondencia, vi entre las cartas una que traía timbres de correos alemanes y la muy conocida escritura de mi querida madre. Tan pronto como la vi, le dije a mi esposa que se hallaba presente: “Hija, por fin ha llegado”. Demás está decir que yo abrí aquella carta primero.

Ahí no había encabezamiento, ni fecha, ni “Mi querido hijo”, como comenzaban todas sus cartas anteriores, sino que rezaba como sigue: “Max, tú no eres más mi hijo; te hemos sepultado en imagen; te lloramos como a un muerto. Y ahora, quiera el Dios de Abraham, Isaac y Jacob, en castigo, volverte ciego, sordo y mudo y condenar tu alma para siempre. Has dejado la religión de tus padres y la sinagoga por ese Jesús, ‘el Impostor’; y ahora recibe la maldición de tu madre. Clara”.

Aunque en todo este tiempo había perfectamente calculado lo que me acarrearía el abrazar el evangelio de Jesucristo, y sabía qué había de esperar de mis parientes, porque yo había vuelto la espalda a la sinagoga, confieso que apenas estaba preparado para recibir semejante carta de mi madre. Mi querida esposa y yo podíamos de este modo simpatizar más y más el uno con el otro en nuestra vida; porque, como he informado antes, sus padres ya la habían maldecido a ella personalmente por creer en Cristo. No todo era tristeza, sin embargo; porque nunca antes me habían parecido tan llenas de sentimiento y estímulo, tanto para mi esposa como para mí, aquellas palabras del salmista: “Aunque mi padre y mi madre me dejaran, con todo, Jehová  me recogerá”, Salmo 27.10.

Que nadie crea que es cosa fácil para un judío abandonar padre, madre y esposa por amor del reino de Dios, porque todas las consideraciones que puedan apelar a sus afectos y a su amor propio son empleadas para presionar a todo judío de quien se sospeche que mira favorablemente hacia el cristianismo. Sin embargo, la persecución solamente me hizo estimar más y más las palabras de mi nuevo Maestro: “De cierto os digo que en la regeneración, cuando el Hijo del Hombre se siente en el trono de su gloria, vosotros que me habéis seguido también os sentaréis sobre doce tronos, para juzgar a las doce tribus de Israel. Y cualquiera que haya dejado casas, o hermanos, o hermanas, o padre, o madre, o mujer, o hijos, o tierras, por mi nombre, recibirá cien veces más, y heredará la vida eterna”, Mateo 19.28, 29.

Contesté la carta de mi madre, unos pocos días más tarde, con las siguientes líneas:

 

Muy lejos del hogar, madre mía,
Diariamente yo por ti he de orar.
¿Por qué me has maldecido, madre mía?
¿Por qué aquel mensaje a mí enviar?
Una vez convencido del pecado,
Clamé, “¡Oh, Jesús, libértame!”
Y ahora soy feliz, madre mía,
Pues por mí Cristo ha muerto, esto sé.

Me enseñaste a odiarle, madre mía,
Todavía tú le llamas ‘impostor’;
Murió por mí en el Calvario, madre mía,
Sí, murió por salvarme del dolor.
Permíteme guiarte a conocerlo,
Mientras yo arrodillado he de orar:
”¡Oh, Jesús! acepta ahora a mi madre;
¡Oh, Señor! Tú la puedes libertar”.

Convéncete, oh madre muy querida,
Y no te endurezcas más así;
Jesucristo es del judío el Mesías;
Él ha muerto en la cruz también por ti.
¿Puedes tú, oh madre, despreciar tal gracia?
¿Puedes tú el rostro así de Él volver?
A Jesús ven pues ahora, madre mía;
Que en sus brazos Él te quiere recoger.

 

Aunque jamás volvió a escribirme, supe que la última palabra pronunciada por ella en la hora de su muerte fue mi propio nombre, “Max”. Y, ¿quién puede afirmar que, en sus últimos momentos, el remordimiento de su maldición, y el deseo ardiente de su alma insatisfecha con el judaísmo, no la hayan conducido a encontrar al Cordero de Dios y al verdadero Mesías en la persona de Jesús?

“Sé que ha de venir el Mesías, llamado el Cristo; cuando él venga nos declarará todas las cosas. Jesús le dijo: Yo soy, el que habla contigo ... Todo lo que el Padre me da, vendrá a mí; y al que a mí viene, no le echo fuera”, Juan 4.25,26, 6.37.

- VII -

 

Es con mucho gozo y gratitud de corazón que refiero ahora la conversión de mi querido hijo. Creo firmemente que el amado Salvador había atribulado su corazón por algún tiempo antes de nuestro encuentro en junio de 1887, en Alemania. Por primera vez en catorce años me llamó ‘padre’, lloró amargamente cuando nos encontramos, y me pareció que el deseo de su alma era de volver a ver a su hermana. Mi corazón palpitó de alegría al comprobar esto, porque sabía que con su hermana (una cristiana devota residente en América) estaría en buenas manos.

Después de haber viajado conmigo y algunos amigos durante varios días en Alemania (tiempo en el cual conversó libremente respecto a su mamá, lamentando haber rehusado verla antes de su muerte  y manifestando el deseo de encontrarse con ella en el cielo), partió para América, donde encontró a su hermana en la tarde del lunes, 15 de agosto. Este encuentro puede ser más bien imaginado que descrito, si se considera que habían transcurrido catorce años sin verse el uno al otro.

El viernes siguiente, mi hijo rogó a su hermana que le acompañase a la tumba de su madre. La hija me escribió esa misma noche diciéndome que el corazón de su hermano sufrió intensamente ante la tumba, y terminó su carta diciendo: “Querido Papá, doy gracias a Dios que mi hermano está bajo profunda convicción de pecado, dándose cuenta cabal de cómo ha descuidado sus obligaciones para con sus padres y su hermana. Estoy orando por él constantemente, en unión con mi esposo y muchos amigos cristianos que desean su conversión”.

El viernes 29 de agosto volvió a visitar la tumba de su madre, pero esta vez solo, y estando allí, Dios en su misericordia y por amor de Cristo, perdonó sus pecados y redimió su alma. Volviendo a casa, contó a su hermana las buenas nuevas, y me escribió la misma noche. Sin que él lo supiese, mi hija también me escribió, y recibí ambas cartas en el mismo correo, siendo aquel un día verdaderamente feliz para mí.

Así se me concedió alguna recompensa por los muchos años de tristeza que había soportado, haciéndome exclamar con nuestro salmista: “Por la noche durará el lloro, y a la mañana vendrá la alegría”, Salmo 30.5.

- VIII -

 

Queda por relatar un episodio más en la historia de Carlitos Coulson.

Alrededor de dieciocho meses después de mi conversión, asistí una noche a una reunión de oración en la ciudad de Brooklyn. En esta ocasión, varios cristianos dieron testimonio de lo que su Salvador había hecho por ellos, y después tuvo lugar un incidente muy notable.

Se levantó una señora anciana, y comenzó a decir: “Queridos amigos: Puede que esta sea la última vez que tenga yo el privilegio de testificar por Cristo. El médico me informó ayer que tengo el pulmón derecho casi enteramente perdido y el izquierdo muy comprometido, por lo que deduzco que me queda solamente un corto tiempo para estar con ustedes; pero lo que me resta de vida pertenece a Cristo”.

“¡Oh, cuán grande es el gozo de saber que pronto voy a reunirme con mi hijo en la presencia de nuestro Salvador! Mi hijo no sólo era un soldado de su patria, sino un soldado de Jesucristo. Fue herido en la batalla de Gettysburg y cayó en manos de un doctor judío que le amputó un brazo y una pierna, muriendo cinco días después de la operación. El capellán del regimiento me escribió una carta, enviándome la Biblia de mi hijo”.

”En esa carta me informó que mi Carlitos, en la hora de su muerte, llamó a ese médico judío, diciéndole: ‘Doctor, antes de morir quisiera decirle que hace cinco días, mientras usted me amputaba el brazo y la pierna, yo rogaba al Señor Jesucristo que salvara su alma’ ...”

Al oír este testimonio de la señora, no pude permanecer más tiempo sentado. Dejé mi asiento, crucé la sala, y tomando su mano dije: “Dios la bendiga a usted, mi querida hermana. La oración de su hijo ha sido oída y contestada. Yo soy el médico judío por quien su Carlitos oraba y el Salvador suyo es ahora el Salvador mío también”.

Un ambiente de celestial fervor se esparció entre la concurrencia, ante la conmovedora escena de la unión de un judío y un gentil hechos uno en Cristo Jesús, y todos se admiraban del maravilloso poder del Salvador al valerse del tamborcito moribundo para manifestar el espíritu de su Maestro, orando por los enemigos de la cruz; como también de la maravillosa respuesta a su oración, y la perspectiva gloriosa de reunirse todos con la multitud de los redimidos, multitud que ningún hombre podrá contar, de todo linaje y lengua y pueblo y nación.

 

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Max Rossvally renunció su cargo en el ejército estadounidense para dedicarse a la evangelización de sus hermanos y judíos y en este ministerio fue usado en la conversión de no pocos. Después de pocos años de tan agradable servicio, seguido de por un período de sufrimiento, fue llevado al servicio más elevado en el cielo en octubre de 1892.